viernes, 13 de mayo de 2016

Jesucristo: Mi Salvador y Redentor

Jesucristo es mi Salvador y Redentor

¿Cuánto estarías dispuesto a dar por alguien a quien amas muchísimo? Nuestro Salvador, Jesucristo, nos ama tanto que dio Su propia vida por nosotros.
El Padre Celestial sabía que si pecábamos y cometíamos errores, no podríamos vivir con Él otra vez. De modo que Su Hijo, Jesucristo, ofreció ser nuestro Salvador. El Padre Celestial Lo escogió a Él para que nos salvara porque Él era el único que podía llevar una vida libre de pecado.
Jesús sufrió y murió para salvarnos de la muerte y de nuestros pecados. Este acto de amor se llama Expiación. Gracias a la Expiación, podemos arrepentirnos de nuestros pecados, ser perdonados y llegar a ser limpios y puros tal como Jesús.
Jesús fue crucificado y murió, pero después de tres días resucitó. ¡Volvió a vivir! Gracias a que Él resucitó, nosotros también resucitaremos. Esto significa que nuestro cuerpo y nuestro espíritu se volverán a unir para siempre.
En verdad, Jesucristo es nuestro Salvador y Redentor. Él es el ejemplo perfecto para todos nosotros. Nos enseñó la manera de tratarnos unos a otros con bondad. Nos enseñó la forma de servirnos mutuamente y cómo llegar a ser mejores. No podremos llevar una vida perfecta como Él lo hizo, pero podremos regresar a vivir con Jesús y con el Padre Celestial si obedecemos los mandamientos y hacemos nuestro máximo esfuerzo. Debemos seguir a Jesucristo todos los días.



Jesús, Mi Salvador



“No es voluntad de vuestro Padre Celestial que se pierda uno solo de estos pequeños” (Mt 18, 14) 


La Voluntad de Dios es que todos nos salvemos, que imitemos a Jesús en nuestra vida diaria, que cumplamos su santa y perfecta voluntad, que veamos su Providencia en el tiempo presente y que amemos a nuestro prójimo como Él nos ama. Cuando preferimos nuestra voluntad a la suya, pecamos o debilitamos nuestra propia voluntad.
Por su vida, muerte y resurrección, Jesús nos mereció el que el Espíritu Santo habite en nosotros y, por la gracia de este Espíritu, somos capaces de alzarnos por encima de nuestra voluntad y nuestros deseos y vivir en la Suya, en su Paz y en su Amor.
Vemos que hay dos factores que actúan en la salvación: Dios y nosotros.



La voluntad de Dios
a. La Voluntad del Padre es que todos nos salvemos.
b. Jesús obtuvo dicha salvación derramando su preciosa sangre.
c. El Espíritu colma nuestra alma de gracia, dones y frutos para santificarnos.

Nuestra cooperación
a. Debemos querer ser salvados y usar este deseo para cumplir la voluntad del Padre.
b. Debemos hacer uso de los frutos de la Redención arrepintiéndonos de nuestros pecados, recibiendo la Eucaristía, el Bautismo, la Confesión, la Confirmación y los demás sacramentos que nuestro estado de vida requieran.
c. Debemos ser fieles a la Iglesia, crecer en la Fe, la Esperanza y el Amor, cambiar nuestras vidas y hacer que Jesús sea conocido como Señor por nuestra vida de santidad.
La Trinidad desea que cada uno de nosotros se salve. Pero a menos que aceptemos dicha salvación por medio de un humilde arrepentimiento y una amorosa adhesión a su voluntad, no podremos obtenerla.
El único pecado del cual Jesús afirma que no puede ser perdonado es el de no admitir nuestras faltas delante de Dios. Dios no puede perdonar a un pecador que no reconoce su pecado. Existen ahí dos voluntades opuestas: Dios requiere el arrepentimiento de tal forma que pueda perdonar, mientras el pecador rechaza admitir que tiene algo que deba ser perdonado. Se crea entonces un aislamiento espiritual que puede acabar en el rechazo eterno de Dios por parte del alma.
Muchos piensan que la aceptación de Jesús como nuestro salvador es suficiente para ser salvados, pero Jesús mismo asegura lo contrario: “No todo el que me diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre Celestial.”(Mt 7, 21-22) Aquí encontramos una condición necesaria para la salvación y esa condición consiste en que debemos hacer la voluntad del Padre.
Debemos estar firmes en esa Voluntad cuando seamos llamados porque Jesús mismo nos recuerda que “aquel que persevere se salvará” (Mt 10, 22) No debemos presumir con respecto a nuestra salvación. No podemos posponer nuestro cambio de vida para mañana o para la adultez, porque quizás no haya un mañana. Jesús murió por nuestros pecados, pero esa muerte no nos dio licencia para pecar. Su muerte nos hizo merecedores de llevar su mismo Espíritu en nuestras almas. Esta residencia nos hace Templos de Dios. Llevamos su Divina Presencia en nosotros a donde vayamos. San Pablo les dijo a los Corintios: “Examinaos vosotros mismos si estáis en la fe. Probaos vosotros mismos. ¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros? A no ser que os encontréis ya reprobados.” (2 Cor 13, 5)
El pecado profana el Templo de nuestras almas. Hace de ella una “cueva de ladrones”. Aquel que mantenga una vida de pecado y a la vez confiese que Jesús es el Señor, es un hipócrita, porque Jesús no es Señor de un Templo de cuyo Umbral brota maldad, y eso es una blasfemia. 


La Gracia de Dios se muestra perfecta en la debilidad. Por ello, nunca debemos temerle a la nuestra. De hecho, esta debilidad determinará de qué forma daremos gloria a Dios por toda la eternidad. Mientras más nos despojemos de aquellas debilidades y formas que no corresponden a Cristo, más semejantes nos hacemos a Él. Este es el proceso de la santidad, un constante crecer por medio de un rápido y humilde arrepentimiento. El verdadero cristiano tiene la certeza moral de que la misericordia de Dios siempre estará a su alcance. Sabe que Dios es su Padre y que este amoroso Padre hará todo lo que está en sus manos para reservarle un lugar a su hijo en su Reino. El aspecto incierto de la salvación no está en la parte de Dios, sino en la parte de la criatura.
Debemos tener una esperanza a prueba de todo en la misericordia de Dios para con nosotros y una actitud humilde de corazón que prudentemente desconfía de uno mismo. El conocimiento personal nos hace comprender que es necesario ser vigilantes y San Pedro nos advierte: “Sed sobrios y velad, porque vuestro enemigo el Diablo ronda como león rugiente buscando a quien devorar.” (1 Pe 5, 8)
Pedro sabía por su propia experiencia que incluso después de haber confesado con sus labios que Jesús era el Hijo de Dios, incluso después de haber estado con él, de haber recibido las llaves del Reino, aún era posible caer en lo más profundo del abismo. Si no hubiera sido por su corazón amoroso y arrepentido, Pedro hubiera acabado como Judas. A través de las Escrituras vemos esta santa y prudente cautela acompañada de una profunda confianza en Dios como Padre misericordioso. Dios y el alma cooperan juntos y se vuelven uno solo en mente y corazón.
Creer que uno puede seguir viviendo una vida pecaminosa y ser salvado por un aparente servicio de la boca para afuera es una ilusión. Jesús nos advierte de eso cuando nos dice: “Muchos falsos profetas surgirán, y engañarán a muchos, pero aquel que persevere hasta el fin, ese se salvará” (Mt 24, 13-14) Encontramos en estas palabras la necesidad de no sucumbir ante los falsos profetas de nuestros días ni ante la promesa de la salvación al final de nuestros días.
La palabra “salvación” significa “ser salvado de, ser liberado de”. Esto es lo que Jesús nos ha obtenido por su muerte y resurrección. El poder de su Espíritu nos ha fortalecido con la gracia para poder mantenernos firmes ante los ataques del enemigo, elevarnos por encima de nuestros deseos mundanos y vencer nuestras debilidades. Jesús nos ha reconciliado con el Padre. Somos un pueblo perdonado, un pueblo que pertenece a Dios en una relación de filiación-paternidad. Su hogar es nuestro hogar, su amor nuestro amor, su misericordia la nuestra. Todo lo que Él es por naturaleza nos lo da por la gracia y esto nos hace elevarnos sobre todo lo que teníamos antes de la Redención porque ahora somos herederos del Reino, hijos de Dios, hijos del Padre.
Todo esto constituye nuestra salvación aquí y ahora. Ésta culmina con nuestra entrada en el Reino en donde seremos felices para siempre junto con la Trinidad. La salvación es una experiencia de crecimiento, un constante cambiar de actitudes, ideas, metas y deseos, es ser conscientes de las realidades invisibles, es una vida de fe en sus promesas, esperanza en su gracia y amor a nuestros hermanos.
La salvación no es un boleto al cielo que se usa en el momento de la muerte. Un alma no puede seguir su rumbo, alejada de Dios, apartada de Su Espíritu, y luego repentinamente ser cogida entre los brazos de Dios por una fe que no dio frutos. Las conversiones de último minuto son posibles, pero es atrevido y presumido dejar a un lado la vida cristiana hasta ese momento. 


Cada momento de nuestra vida es sumamente importante y vemos que San Pablo usa cada ocasión para acrecentar en él la gracia y asegurarse la salvación. En una ocasión llegaron a sus oídos quejas de que había algunos que predicaban la Buena Nueva buscando su propia glorificación. Pablo respondió a esta queja con humilde paciencia, su respuesta fue que estaba feliz de escuchar que Cristo se proclamaba por todas partes sin importar cual fuera el motivo “porque yo sé que esto servirá para mi salvación gracias a vuestras oraciones y a la ayuda prestada por el Espíritu de Jesucristo.” (Fil 1, 18-19) Para Pablo su salvación era un cambio de vida y ese cambio se continuaba en cada minuto de su existencia. 


La necesidad de perseverar en nuestra búsqueda de la salvación fue puesta muy en claro por Jesús. Una vez se puso a explicar la condición de un hombre que había sido liberado de algunos espíritus impuros, su alma se hallaba en estado de gracia. Sin embargo, el espíritu inmundo, que alguna vez habitó en su alma, fue en busca de otros espíritus más despiadados que él y otra vez la conquistó. La presunción, la complacencia, y la negligencia habían abierto la puerta de modo que “este hombre acabó en una peor situación de la que estaba antes” (Lc 11, 24-26) Del mismo modo, en la parábola de la semilla Jesús nos muestra claramente como algunos oyen la palabra y la aceptan con alegría –la salvación ha entrado en sus corazones– pero las pruebas, la persecución, el dinero, las riquezas y las preocupaciones ahogan esta palabra y estos finalmente caen. (Mt 13, 18-23)
Una y otra vez Jesús repite la advertencia de perseverar hasta el final, hasta ese momento en el que nos llamará y en donde veremos los frutos que hemos dado. “Pero nosotros –les dice San Pablo a los hebreos– no somos cobardes para perdición, sino creyentes para salvación del alma” (Heb 10, 39)

San Juan le dijo a sus seguidores un día: “No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos hijos de la verdad (…) porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada.” (1 Jn 3, 18-22)
Aquellos que han aceptado la salvación que Jesús les ha obtenido deben ser libres, no de la tentación sino de la tiranía de este mundo, de la carne y del Demonio. Es la gracia la que nos da el coraje y la fortaleza para pelear consistentemente contra estos tres enemigos del alma. Mientras más crecemos en esta libertad, más nos conformamos con Jesús, somos luz en la oscuridad para que otros puedan ver, somos ciudadelas en la cima de las montañas llamando al pueblo de Dios a que se eleve a mayores alturas.
La fe nos permite ver a Dios en todo y en todos. La esperanza nos permite ver a Dios sacando bien de todas las cosas y el Amor nos hace capaces de responder al deber del momento con alegría. Esta es la salvación en acción, va trabajando y creciendo hasta que goce de la perfecta libertad de los hijos de Dios. Siempre está activa, y buscando la forma de fortalecerse porque la salvación es un estilo de vida.
La salvación hace que nuestras almas sean conscientes del amor de Dios. La vida tiene más significado porque ahora tiene un fin, las pruebas y las cruces no son ya misterios sino caricias del Señor Crucificado, la ambición mundana es cambiada por una sed y un hambre de santidad, las riquezas no son ya deseadas o acumuladas, porque ni la pobreza amarga ni la riqueza distrae al alma de su único amor.
Como Pablo, el alma es siempre consciente de que es solo “un vaso de barro” pero la Sangre de Jesús le ha dado un “poder que viene solo de Dios” (2 Cor 3, 7-11). Cuando un hombre del mundo observa a aquellos que han experimentado la libertad de la salvación, ve a un cristiano que casi siempre tiene “presiones por todos lados pero que nunca es aplastado, que no encuentra solución para su problemas pero que nunca desespera, perseguido pero nunca abandonado, azotado pero nunca muerto”. Sí, “porta en su cuerpo la muerte de Jesús de modo que la vida de Jesús pueda ser vista en su cuerpo”.
No hay duda de que Pablo se tomó el tema de su salvación seriamente y como algo de cada día. “De hecho, mientras vivimos, nos vemos condenados a muerte cada día, por el amor de Jesús, de modo que en nuestra carne mortal pueda ser mostrada luminosamente la vida de Jesús”.
Los cristianos de nuestros tiempos están llamados a mostrarle al mundo que le pertenecen a Dios, que Dios es su Padre. Y dan prueba de ello por “su fortaleza en los tiempos de dolor, en tiempos duros y de tensiones, por su pureza, por su sabiduría, por su paciencia, bondad y su espíritu de santidad”. Son verdaderamente libres porque están preparados “para el honor y la desgracia, el reproche o la alabanza, el éxito o el fracaso, la riqueza o la pobreza, la salud o la enfermedad”.
San Pedro nos dice que nuestra esperanza en Sus promesas es firme y que no debemos asombrarnos de que nuestra fe sea probada en el fuego (1 Pe 1, 3-9) “Estad seguros –dice– y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas”. Y tanto en Pedro como en Pablo encontramos una santa cautela: “Porque si, después de haberse alejado de la impureza del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se enredan nuevamente en ella y son vencidos, su postrera situación resulta peor que la primera.” (2 Pe 2, 20-22) Sabemos que la salvación, que es una activa participación en la gracia del Espíritu en nuestra vida diaria, es un don de Dios, Él nos comparte su Naturaleza Divina como un don gratuito, y espera que hagamos uso de otro don: nuestra libertad, y deliberadamente escojamos seguirlo, amarlo y preferirlo a Él antes que a nosotros. Él desea perdonarnos pero debe oír primero nuestro arrepentimiento y ver nuestros esfuerzos por cambiar. 



San Juan pone por escrito ciertas condiciones que son necesarias de nuestra parte: (1 Jn)
1º Romper con el pecado. (Capítulos 1 y 3)
2º Guardar los mandamientos, especialmente el mandamiento del Amor. (Capítulos 2 y 3)
3º Desapegarse del mundo. (Capítulo 2)
4º Estar en guardia contra los falsos profetas. (Capítulos 2 y 3)
Esto puede generar la impresión de que el alma tiene que hacerlo todo, pero San Juan resuelve este dilema diciéndonos que si nosotros reconocemos nuestros pecados, fiel es Dios para perdonarnos porque Jesús mismo es el sacrificio que borra nuestros pecados. Nos dice que “podemos estar seguros de que estamos en Dios siempre y cuando vivamos la misma vida que vivió Jesús”. Nos asegura que nada de lo que el mundo tiene para ofrecer –un cuerpo sensual– a los ojos lascivos, o el orgullo en las posesiones puede venir de Dios sino solo del mundo”. 


Para Juan, el discernimiento de los falsos profetas era un asunto sencillo. Él nos prometió que el Espíritu de Jesús en nosotros nos haría capaces de reconocer a esos falsos profetas porque “el mundo los escucha, pero nosotros somos hijos de Dios y aquellos que conocen a Dios nos oyen a nosotros, aquellos que son de Dios no se niegan a escuchar.” (1 Jn 4, 6)


¿Significa aquello que solo los cristianos nos salvaremos y entraremos en su Reino? No. La Santa Madre Iglesia ha enseñado siempre que a todo hombre se le ha dado la luz suficiente para entrar en el Reino, pero todos entrarán en él gracias a la Sangre de Jesús, porque pertenecer al alma de la Iglesia, y a su muerte, Dios los juzgará de acuerdo a la luz que poseyeron. No todos seremos juzgados con la misma vara, porque Jesús mismo nos aseguró que “aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes, el que no la conoce hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho, y a quien se confió mucho, se le pedirá más.” (Lc 12, 47-48) Aquí hay cuatro grados de luz dados por Dios a sus hijos y cada uno exige ciertos frutos. La persona que conocía a Dios y no hizo nada, la persona que no conocía a Dios, la persona a la que se le dio mucha luz, y el sacerdote o ministro a quien se le dio más de lo que necesitaba para que lo compartiera con los demás. Cada uno será juzgado de acuerdo con la luz que recibió y a la manera como la utilizó.
Pero Jesús no solo nos dijo que seríamos juzgados de distinta forma, también nos dio algunas condiciones definitivas para entrar en el Reino. Cada una de las siguientes condiciones fue proclamada de manera solemne para que fuéramos conscientes de la importancia de lo que se decía:

Proclamaciones solemnes
“En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.” (Jn 3, 5)
“En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.” (Jn 6, 53)
“Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.” (Mt 18, 3)
Estas proclamaciones solemnes nos muestran la necesidad de crecer constantemente en nuestra vida espiritual. Dios mismo influye en este crecimiento con su gracia y su presencia a través de los sacramentos, de los mandamientos, las Escrituras, y las buenas obras. Este cambio que nuestro prójimo percibe en nuestra vida diaria, manifiesta nuestra fe, nuestra esperanza y caridad. No necesitamos hablar ya de la salvación porque salta a la vista que hemos sido liberados de la tiranía del Enemigo, y por tal razón, gozamos de la libertad de los hijos de Dios, porque nuestras vidas encarnan el Amor y las virtudes de Jesús.
“La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos” (Jn 15, 8) Esta es la salvación en acción, esto es lo que separa a los hijos de la Luz de los hijos de las Tinieblas, este es el fruto que se cosecha de la Redención.


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